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SALVADOR MONTESA. Medio siglo de pintura.

Intentar reconstruir lo que ha sido la trayectoria artística de Salvador Montesa significa retrotraerse a la década de los años cincuenta, cuando nuestro autor, recién terminados sus estudios académicos, se inicia en el trabajo de pintor. Es éste un período lleno de dificultades que se inserta plenamente en la Valencia de posguerra y que va a marcar el trabajo de toda una serie de artistas que dan sus primeros pasos a lo largo de este decenio.

Montesa pertenece a esta generación, marcada por las privaciones económicas del momento y la falta de medios formativos que pudieran abrir sus horizontes hacia el mundo de la modernidad. Pero este reencuentro con la modernidad, tras el corte cultural y artístico que significó la Guerra civil y el nuevo régimen político, no fue generalizado. Muchos autores prefirieron mantenerse dentro de una tónica más tradicional, hecho que les permitió conectar mejor con un público más habituado al arte académico. Sólo unos pocos artistas valencianos apostaron por un lenguaje de renovación que permitiera el cultivo de aquellas formas de expresión artística que en Europa gozaban de plena aceptación.

El contexto artístico que se respira en esos años permanece fiel a una estética de signo realista que encuentra en la mimesis de la realidad el objetivo supremo del arte. Ser pintor significa adquirir una pericia artesana que le permita reproducir el modelo, objeto de interés en cada momento. Además, la semilla de Sorolla había calado muy hondo en las instituciones docentes del momento y en el mejor de los casos la preocupación por el estudio de la luz en los distintos momentos del día y su riqueza de matices era una de las escasas alternativas al citado realismo.

Vicente Aguilera Cerni, testigo presencial de esta época, nos describe el paupérrimo contexto en el que se desarrolló la labor inicial de esta generación cuando señala: "Valencia estaba completamente desconectada de la modernidad desde hacía muchos años; artísticamente predominaba un localismo de muy cortos vuelos, detenido en las postrimerías del siglo XIX; una carencia absoluta de ambiente y estímulo forzaba casi siempre la partida de los más inquietos entre los jóvenes (como Vento, Genovés, Sempere, Victoria, Hernández Mompó, Albalat); las nuevas hornadas se encontraban desorientadas y –lo que es peor– veíanse fuertemente coaccionadas por gentes cuyo horizonte del mundo apenas si traspasaba los límites provinciales, exceptuando las recomendadas incursiones hasta las nacionales de Bellas Artes y los Concursos de Alicante"(1).

Montesa fue uno de los pocos que supo despegarse de este contexto anodino. Decidido investigador del lenguaje fue pasando por distintas etapas, en una búsqueda continua de renovación plástica que le llevará a asumir un lenguaje personal. Su presencia en las agrupaciones de cariz más inconformista de la Valencia de los años cincuenta nos confirma este espíritu de transformación que siempre estuvo latente en su personalidad.

Montesa nace en Paiporta en el año de 1932. Su obra parte de los presupuestos del impresionismo y evoluciona hacia posturas cercanas al expresionismo, para aden­trarse en las múltiples facetas del movimiento abstracto, hasta desembocar en una figuración de tipo intimista.

A los once años de edad empieza a trabajar durante las mañanas, como aprendiz, en el taller de litografía de Simeón Durá, donde se hacían carteles para las corridas de toros, Semana Santa, etc. Es el primer contacto con el arte. Por las tardes estudiaba bachillerato en una academia y por la noche acudía a la Escuela de Artes y Oficios. En 1946, a los catorce años de edad, ingresa en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Carlos, donde cursa las especialidades de pintura y grabado, concluidas en 1951.

Terminada su formación académica, inicia una escalada de viajes que le permitirán entrar en contacto con los movimientos artísticos más renovadores del momento. Entre 1952 y 1953 reside en Madrid, pen­sionado por la Diputación de Valencia para estudiar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. La beca "era para la especialidad de Grabado, pero no asistí a las clases porque lo que me interesaba era pintar y aprovechar mi estancia en Madrid para conocer las posibilida­des que allí podía encontrar"(2). En Madrid trabajó en la ilustración de algunas publicaciones como la revista Alcalá.

En 1953 visita Francia y estudia cerámica en Faenza (Italia). A continuación, viaja bastante, fijando su residencia temporalmente en Alicante, Valencia, Madrid, Francia, Alemania y Suecia. Entre 1958 y 1962 vive en París, pensionado por la Diputación de Valencia y el Go­bierno francés, y realiza estudios de litografía y grabado en la Es­cuela Nacional Superior de Bellas Artes de dicha ciudad. Este período es recordado por Montesa:

"como una experiencia que yo calificaría de negativa, desconcer­tante y aplastante. Toda la vitalidad que me acompañaba era poco a poco anulada por un ambiente que, por desconocido, me resul­taba tremendamente hostil, aunque, eso sí, muy enriquecedor [...] Descon­certado por el ambiente de París, inicio todos los caminos que artís­ticamente se me ofrecen. Dirijo mis pasos por el arte integral abs­tracto, influido por la teoría de la Bauhaus, que ya entonces estaba en declive, aunque para muchos hoy todavía continúa vigente. Caí tam­bién en un informalismo tachista, gestual, hasta llegar a la pintura de la nada, del vacío. A esa aparente libertad sin fronteras en la que uno comienza a plantearse la necesidad de la comunicación. Y es enton­ces cuando intuyo que más allá de ese vacío puedo encontrar otra rea­lidad que, por supuesto, siempre será teórica"(3).

Entre 1962 y 1964 vive en Suecia y ejerce como profesor de dibujo en el Instituto de Karlskrona. Desde 1964 ha fijado su residencia en España, dedicado a la pintura y a la docencia en centros de bachille­rato.

Su evolución artística se inicia en la misma Escuela de San Car­los, donde hace una pintura postimpresionista muy habitual en la Va­lencia de la época. Se trata de bodegones y retratos realizados al temple, óleo o grabado. Durante su primera estancia en Madrid se inte­resa por un expresionismo de connotaciones cubistas, influido por pintores como Benjamín Palencia, Zabaleta, Pancho Cossío, etc.

Sus primeras obras abstractas se inscriben dentro de la órbita constructivista. Fueron realizadas por Montesa entre 1957 y 1958 an­tes de su viaje a París. Son escultopinturas formadas por un soporte de yeso o mármol sobre el que se fijan estructuras de hierro y figuras cuadrangulares pintadas. Las estructuras están constituidas por vari­llas, planchas y cilindros de dicho metal dispuestos en sentido verti­cal y horizontal y tratando de crear un cierto equilibrio a par­tir de la contraposición. Se detecta un interés por la búsqueda plástica de formas y cromatismos, los cuales se completan con las som­bras que los elementos metálicos proyectan sobre el zócalo. El as­pecto que presentan estas composiciones es el de figuras rectangulares incompletas, que han sido privadas de alguno de sus lados.

Los colores utilizados son los propios del hierro oxidado o cro­mado para el metal y el rojo, amarillo, azul y siena para las figuras pintadas. Los soportes son blancos. Tanto el interés por el colorido de los primarios como loe ejes ortogonales que desarrollan estas producciones remiten al descubrimiento, por parte de Salvador Montesa, de la obra de Piet Mondrian.

El procedimiento seguido consiste en hacer un boceto previo so­bre papel en el que se dibujan las líneas generales de la composición. A conti­nuación se va configurando el entramado metálico mediante la soldadura de las distintas piezas entre sí. Después se incrusta todo el conjunto en el soporte y se sujeta con garras. Finalmente se pintan los rectán­gulos que han de completar la composición con temple de cola. El hierro queda al descubierto para que ofrezca calidades por oxida­ción y el soporte se pinta de blanco al temple, si es escayola, y con esmalte si es mármol. En ocasiones aparece algún grattage para compen­sar formas.

En el ámbito semántico, estas escultopinturas obedecen a formas menta­les del artista. Sin embargo, llevan a la práctica los princi­pios de la Bauhaus que defendían la integración de todas las artes en la arquitectura. Montesa las concibe como complemento decorativo para edificios modernos. Este interés por la integración de las artes co­necta perfectamente con el espíritu del Grupo Parpalló, al que el pintor per­tenecía desde su fundación. Incluso llegó a leer alguna obra de Walter Gropius sobre este tema.

A partir del año 1958, Montesa ingresa plenamente en el informa­lismo matérico, en el que va a permanecer sólo por espacio de dos años, investigando más tarde en otros campos informales. Utiliza so­portes uniformes de madera y sobre ellos dispone estructuras irregula­res hechas con una aleación de metal. La superficie de estas estructu­ras tiene un carácter ondulado, presentando protuberancias del mismo material y cabezas de clavo que las sujetan a la madera.

No utiliza pigmentos. Los soportes de madera son oscuros y sobre ellos destaca la brillantez de las estructuras metálicas. Las aleacio­nes que intervienen en su formación ofrecen calidades e irisa­ciones distintas, dependiendo del grado de fusión, y presentan tonos plateados de variada intensidad y gran belleza plástica.

 Para la confección de estas obras usa trozos de cartón ondulado de forma irregular. Los depositaba sobre el suelo y hacía algunos agu­jeros con soplete. A continuación vertía sobre el cartón una aleación de plomo y estaño. Cuando el metal estaba solidificado le arrancaba la matriz de cartón y lo fijaba con clavos sobre el soporte, el cual ha­bía sido untado con aceite de linaza y requemado para conseguir un color oscuro que contrastara con el plateado de la composición. Los agujeros practicados a soplete sobre el cartón son los que luego daban lugar a las protuberancias. Cuando la obra estaba terminada ofrecía unos espesores de hasta 2 cm.

En 1959 su informalismo adquiere fuerte dinamicidad. Las composi­ciones de este período son enormemente abigarradas con un mani­fiesto horror vacui que apenas deja entrever el soporte. Montesa va distribuyendo conglomerados matéricos muy diversos por toda la obra. A partir de un núcleo central se genera un caos del que emana toda la composición como si se tratara de una onda expansiva. Por ello, aunque el desorden sea muy manifiesto, siempre hay un punto de referencia central al que remiten las demás partes de la obra y que constituye el verdadero epicentro de la composición.

El cromatismo presenta un fuerte enriquecimiento respecto del período anterior. Los colores son muy variados, con una clara prefe­rencia por las gamas cálidas. Emplea el verde esmeralda, verde vero­nés, rojo bermellón, azul ultramar, azul de prusia, ocre amarillento, amarillo cromo, purpurina dorada y plateada.

Aparecen materiales diversos que permiten la confección de las mixturas: cuerdas, trapos, cartón ondulado, perlas de vidrio, tachue­las, látex que sirve de aglutinante y que se mezcla con el color en polvo o la purpurina. Emplea soportes de lienzo, lino o arpillera. Este último se prefiere al primero, porque constituye una superficie más absorbente. Trabaja con el cuadro en posición horizontal. Es fre­cuente el dripping y el tachismo, conseguidos a base de dejar cho­rrear los botes de pintura sobre las materias. También en ocasiones utiliza el grattage con espátula.

Desde el año 1961 desarrolla un período informalista que podemos relacionar con la pintura espacial. Son sus últimas incursiones en el mundo del informalismo. Presenta composiciones de amplios espacios invadidos por brumas evanescentes donde el color y la luz son los principales protagonistas, sin que ningún objeto o materia turbe ese ámbito infinito. Son obras al óleo trabajadas mediante un procedimiento de arrastre del material pictórico con la ayuda del pincel o de trapos los cuales superponen capas distintas para obtener efectos de veladura que matizan el conjunto. Solamente las huellas dejadas por el propio pincel perturban la uniformidad de la composición. Predominan las gamas cálidas de ocres y tierras con algún verde desleído. En cada cuadro se suele utilizar un sólo color, pero sujeto a múltiples gradaciones tonales.

En síntesis podemos decir que Salvador Montesa recupera el impresionismo de sus primeros años, pero traducido a un lenguaje abstracto. El mismo artista nos explicó –en una entrevista celebrada en Valencia el 2 de enero de 1987– el significado de estos espacios vacíos como lugares de relax, donde el espectador es invitado a entrar y permanecer. Actúan como ambientes de desestrés en los que el hombre de la ciudad encuentra la paz y la tranquilidad que los ambientes urbanos ya no pueden ofrecer.

El año de 1964 Salvador Montesa regresa a España y se incorpora a su labor docente. El cambio de ambiente y el nuevo contexto artístico internacional, donde el movimiento abstracto está ya en declive, le animan a concluir su andadura por el mundo del informalismo y a asumir un lenguaje figurativo. Este lenguaje podemos considerarlo ya maduro hacia el año 1968 y se ha mantenido vigente hasta la actualidad, aunque con preocupaciones distintas según cada momento. La figuración le va a permitir una comunicación más próxima con el espectador que quizá la abstracción no hacía posible.

Las primeras obras que realiza en esta nueva singladura las podemos adscribir al contexto del realismo mágico. Aborda el mundo infantil como pretexto plástico, pero mantiene los fondos abstractos de su etapa anterior. Toda una temática naïf desfila por sus lienzos, representando las travesuras de los niños, sus juegos, sus miedos, los primeros amores de adolescencia, su desbordante imaginación, su apertura a los entresijos de la vida, etc. Sabe contrastar bien los fondos abstractos –imbuidos del espíritu romántico de Turner y Constable– con el realismo premeditado de sus niños.

Salvador Montesa sitúa esta poética de la infancia en un contexto de connotaciones simbólicas. Destaca sus incertidumbres, los peligros que le acechan, su curiosidad por descubrir los secretos de todo aquello que se ofrece a su mirada ingenua y curiosa. Con un colorido reducido a unos pocos tonos por cuadro de grises, blancos, negros, azules, verdes... pero con fuerza y potencialidad, gusta de contrastar el volumen con el espacio vacío, suspendiendo a sus pequeños personajes en ámbitos inmensos, llenos de veladuras, delicadas gradaciones cromáticas y recursos plásticos utilizados durante el período abstracto espacialista.

Esta temática que va a ocupar su atención durante muchos años no se puede sustraer de su dedicación profesional al mundo de la enseñanza. Salvador Montesa evoca en sus cuadros una infancia, anclada en el tiempo, repleta de ternura, donde han quedado únicamente imágenes flotantes, desconectadas de toda posible relación con el entorno que, en ocasiones, nos recuerdan las ensoñaciones de la pintura metafísica. Como señala Miguel García-Posada:

"El niño es, pues, un punto de partida, no de llegada. Un puente desde el que pasar a las orillas donde la realidad se vuelve enigmática. No se trata de la ultrarrealidad, sino de esa misma realidad aprehendida en su pulsación, en su discurrir ambiguo y contradictorio, que Montesa reduce muchas veces a la ordenación bidimensional del espacio: abierto éste hacia vastos horizontes, las figurillas infantiles flotan, gravitan, laten como perdidas, como náufragas, prisioneras de los laberintos de la soledad […] Ese espacio solo, diluido en sus texturas cromáticas o amenazante en su volumen […] se adensa sobre el niño convirtiéndolo en su víctima. Una víctima que, sin embargo, no exhibe nunca gestos patéticos ni descompasados: mantiene bien al contrario su propia dignidad de mensajero de la armonía, del mensajero de lo hermoso y definitivamente suficiente"(4).

Su convivencia asidua con el mundo infantil y adolescente le permite conocer de cerca sus preocupaciones y anhelos, tragedias, miedos en su desarrollo cotidiano. Esa convivencia le ha abierto los horizontes de un mundo feliz, pero también lleno de disfunciones y crueldades, donde los niños se hallan inmersos en su dulce y tranquilo existir, con miradas soñadoras y melancólicas, como si ellos fueran el eje del mundo y la vida se hubiese detenido a su alrededor. Como señala Carlos Areán:

"En la etapa actual de Salvador Montesa, tras un intermedio gestual expresionista, la factura es raída, tenue, humilde, pero consistente dentro de la avaricia de la materia. El color es tan humilde, tan fascinante y tan frotado, como la propia textura. Abundan los grises verdosos, los azulencos desvaídos, los marrones raspados, los blancos apagados y los negros desleídos. Colores muy fáciles de reducir a la misma altura tonal y muy opresivos por ellos mismos, cuando el artista desea captar, a través de ellos, una soledad sin salida. En la ordenación es notable la amplitud bidimensional del espacio, en cuya apertura casi vacía se pierden las figuras de niños flotando o huyendo y desvalidos siempre. Hay una mezcla de ternura y asombro en la manera cómo estas figuras diminutas pueblan la amplitud espacialista de estos lienzos que serían estrictamente abstractos, caso de no haberse puesto al servicio de este intento de captación de una infancia dolorida, pero vista siempre como camino hacia una posibilidad de superación y de hallazgo de la propia identidad. Se trata de una obra [donde] se descubre lo que habrá de ser o lo que puede llegar a ser una esperanza en gestación, cuyos protagonistas nos miran con ojos atónitos desde una gran parte de estos lienzos"(5).

Mediada la década de los setenta, la pintura de Salvador Montesa continúa inmersa en el mundo de los niños, pero se acentúa el talante simbólico y metafísico de sus producciones. Nuestro artista ha proyectado sobre amplias estancias vacías un ingrediente de soledad, en la inmensidad del espacio donde se dan cita sus pequeños protagonistas. Retoma los espacios perspectivizados del Renacimiento con ese toque de intimismo de Giorgio de Chirico para situar, en la soledad de sus inmensidades, a sus pensativas criaturas en medio de un mar de luces y sfumato que configuran todo el ambiente.

Desde su inocencia nos contemplan como interrogándonos, ensimismados y hasta melancólicos. Late una profunda sensación de desvalimiento en sus tiernas miradas, ocupando un espacio diminuto dentro de la magnitud de las estancias. La misma desolación que aparece en las habitaciones parece proyectarse sobre su horizonte vital. Nuestro pintor ha conseguido plasmar su mundo espiritual más que físico, al sumergirlos en ambientes intemporales, inquietantes y estáticos.

Estas estancias despojadas –como Salvador Montesa las denomina– se convierten en paisajes con niños tristes que parecen enfrentarse a un ambiente hostil y desconocido para ellos, ante el cual reaccionan con desconcierto y retraimiento. Los colores apagados y diluidos contribuyen a crear esa atmósfera misteriosa y enigmática que refleja el mundo interior del niño, entre el sueño, la imaginación y la realidad. Con estas obras nos enfrenta a espacios místicos de silencio, colmados de un clima espiritual que acoge las infantiles figuras, al tiempo que evoca su interioridad.

Son obras agridulces, porque reflejan el mundo infantil, unas veces crudo y adverso, otras placentero y propicio. Quizá son retazos de su propia memoria y experiencia, que ahora despiertan al contacto con el mundo infantil, el cual actúa de feed back y retroalimenta su pasado, haciéndolo actual y presente. En cualquiera de los casos, estos niños nos interrogan y con su inmóvil presencia ponen de manifiesto el tema del desarraigo y abandono en nuestro mundo tecnificado actual.

A finales de los ochenta el motivo de las estancias despojadas da paso al tema de los balcones y ventanas, desde donde las pequeñas criaturas de sus obras anteriores siguen siendo los protagonistas y contemplan la vida con ávida curiosidad e incertidumbre, abriendo sus manos en señal de calor y amistad. Este contexto arquitectónico le interesa, desde el punto de vista plástico, por el sistema compositivo tan racionalista que presenta en su desarrollo ortogonal determinado por la intersección de la verticalidad y la horizontalidad.

Al mismo tiempo, estamos ante un contexto simbólico, porque estas arquitecturas son elementos a través de los cuales nos asomamos a la vida. Son como atalayas privilegiadas que sitúan a sus jóvenes ocupantes en una posición de ventaja y permiten observar la realidad con cierto distanciamiento. Salvador Montesa las recrea con un manifiesto halo romántico, como rescatadas del pasado. Sus viejos recuerdos de infancia recobran vida a la luz de estas arquitecturas desvencijadas, trabajadas con las manchas y gestos que utilizaba en el período informalista.

Estas obras continúan el difícil equilibrio entre el mundo del sueño y la realidad. Su autor se afana por construir un universo onírico con destellos de certidumbre, desde donde el niño nos contempla con una mirada distante, enfocada hacia el infinito.

 
(1) AGUILERA CERNI, Vicente, Panorama del nuevo arte español, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1966, p. 65. (2) LORENTE, Manuel, "Salvador Montesa, entre el símbolo y la imagen", ABC, Madrid,  9 de diciembre, 1984, p. 71. (3) LORENTE, Manuel, "Salvador Montesa, entre el símbolo y la imagen", ABC, Madrid,  9 de diciembre, 1984, p. 71.(4) GARCÍA-POSADA, Miguel, "La poética de la infancia...", en cat. exp. Salvador Montesa "Símbolo e Imagen", Dos Hermanas, El Monte. Caja de Huelva y Sevilla, junio, 1992. (5) AREÁN, Carlos, "La pintura de Salvador Montesa...", en cat. exp. Salvador Montesa, Madrid, Galería De Luis, marzo-abril, 1973.

PASCUAL PATUEL
Universidad de Valencia